Los domingos es el día que durante más o menos cuarenta y cinco minutos me dedico a estudiar el contenido de La Nación (los restantes días la hojeo con algunas paradas en lo que me interesa). Considero el Ancora como lectura obligatoria pero este domingo su lectura me dejó un sabor acre en la boca:
Si nuestros antepasados lograron realizar obras de tal excelencia, con gran audacia y visión, en medio de grandes sacrificios y adversidad, nuestra generación tiene el deber ineludible de restaurar el Edificio Metálico, dignificarlo, asignarle una nueva función en el siglo XXI, aquilatar su verdadero valor arquitectónico y su aporte urbano al entorno inmediato.(Subrayado no es del original. Artículo firmado por el Arq. Hernán Ortiz)
El Edificio Metálico. El arquitecto en su visión artística del urbanismo de San José, no le pone nombre a las cosas. No es el Edificio Metálico, señor arquitecto. Es la Escuela Buenaventura Corrales y hace unos años también era la Escuela Julia Lang y la Escuela América. Me imagino señor arquitecto, que sus colegas no se gradúan del edificio de ladrillo, metal y vidrio con pinta de adefesio monstruoso, sino de la Escuela de Arquitectura de la U.C.R. o de la Escuela del Véritas, etc. La Buenaventura es un lugar de estudio, señor arquitecto, un lugar donde por más de cien años se han formado en sus primeros pasos, pensadores, presidentes, magistrados, diputados, escritores, abogados, ingenieros, médicos, agricultores, funcionarios, maestros, historiadores, odontólogos y estoy casi seguro que también, aprendieron las primeras letras ahí más de un arquitecto.
Sus corredores amplios con mosaicos de colores, adornados por las columnas metálicas. Sus aulas de gran altura. Su salón de actos solemne. Sus altos ventanales. Nada de esto se ve hoy en las escuelas prefabricadas de se hacen en nuestro país. La Buenaventura (como la llamamos los que la queremos), es una Escuela señor Arquitecto, era una escuela en el siglo XIX, fue una escuela en el Siglo XX. Y a la fecha de hoy sigue siendo una de las mejores escuelas públicas de nuestro país.
Fue ahí donde la niña Lidia Lizano me enseñó a pensar. No sólo me educó, me enseñó a leer, escribir, calcular, etc. Ella además me enseñó a pensar, a debatir. A leer libros que algunos idiotas creían que no eran para niños. Fue ahí donde aprendimos las canciones de Lo que se canta en Costa Rica con don Edgar, que insistía en que pronunciáramos bien cada estrofa y que nos supiéramos bien todos los himnos patrios, para no hacer el ridículo de los políticos que tienen que leerlos.
Allí, cada lunes teníamos un acto cívico, donde recordábamos nuestra historia, nuestros logros como nación, donde honrábamos al agricultor, al maestro, al árbol etc. En su amplio patio central se desarrollaban verdaderas batallas épicas futbolísticas entre dos equipos de cuarenta y cinco o cincuenta niños en cada equipo persiguiendo cualquier cosa que se asemejara lejanamente a un balón (incluso, hasta una chapa de refrescos), mientras que en los corredores las niñas cantaban rondas, jugaban elástico o saltaban la suiza.
Allí señor arquitecto convive la alegría de la infancia con la sabiduría del maestro, el civismo con la educación, el arte, la música y sobre todo, señor Arquitecto, en la Buenaventura se refleja lo mejor de nuestro país, que alguna vez decidió darle como prioridad a su vida social el regalo de la educación de sus niños.
Ese edificio señor, es una Escuela, así con mayúscula. Es el modelo de lo que arquitectónicamente deberían ser todas las escuelas. Si De Amicis hubiera escrito Corazón en Costa Rica, Enrique hubiera sido alumno de la Buenaventura, porque era el tipo de escuela que leemos en su libro. Es un edificio que se yergue orgulloso sobre sus planchas de metal, pero su orgullo no proviene de los fuertes remaches, que lo hacen casi indestructible. Si ese edificio hablara, señor Arquitecto, le garantizo que su mayor orgullo es que cada año nuevos estudiantes ingresan a aprender y cada año otros estudiantes salen a enfrentar el mundo con la enseñanza de seis años. Por todos ellos es que ese edificio señor, relumbra de orgullo.
¿Acaso quiere convertirlo en un museo? ¿Acaso pretende que el salón de actos se transforme en centro de entretenimiento? ¿Pretende que sus amplias aulas sirvan de galería o de auditorios para debates? Búsquese otro edificio señor arquitecto, porque el verdadero valor arquitectónico de la Escuela Buenaventura Corrales está indubitablemente vinculado a ser un centro de enseñanza. Lo reto a demostrar que cualquier otra actividad en el mundo sea más valiosa que enseñar a los niños a leer, a escribir, a pensar… a vivir.
Sacar a los niños y a los maestros de la Buenaventura sería como quitarle el alma al edificio. Sé que para usted, que sólo mira el diseño, la medida, el acabado y el entorno urbano, los edificios no pueden tener alma. Pero la Buenaventura señor, tiene un pedacito del alma de miles y miles de niños que estudiamos en ella y que si usted pone atención, incluso cuando está vacía es posible escucharnos conversando, cantando y gritando en sus corredores y aulas, recitando el abecedario, declamado poesía y orando en las mañanas. Bastantes edificaciones desalmadas tiene esta desalmada capital que llamamos San José. No pretenda asesinar uno que está lleno de vida.
¿Quiere repararla para que le sirva a la patria por otros cien años? Proceda caballero. ¿Quiere darle mejores facilidades para que cumpla su función casi santa? Sea usted bienvenido. ¿Quiere sacar a las prostitutas y traficantes que pululan en el Parque Morazán y en el Parque España para que los niños estén más seguros? Cuente con este egresado de la Buenaventura para ayudarlo.
Pero ¿Quiere quitarle el alma?
No señor Arquitecto. No.